En las orillas de ciertos estanques suelen acudir los fabricantes de tormentas para pegar al agua. A menudo son familias enteras que se dedican a esta ocupación que solamente se practica durante las noches más oscuras.
Provistos de largas pértigas o de enormes palas de madera, siempre son tres los que golpean la superficie del agua, con fuerza y cadencia. Bajo la acción frenética que ejercen los brazos, a los que se suma el vivido deseo de que el agua reciba el daño acompañados de gritos salvajes, el agua se lanza emitiendo silbidos en el aire. Sus partes más tenues se volatizan, se dirigen hacia las zonas más elevadas de la atmósfera, se unen, se condensan y cuando amanece, cae el aguacero.
Una historia curiosa.
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