Empezaba la Feria del Libro. Lo que prometía ser un agradable paseo por las casetas husmeando libros, se volvió en un desagradable paseo con olor a todo. Las casetas de los libros estaban, aunque estuvieran rodeadas, pero la plaza había sido tomada por cientos de "indignados", haciendo que pasear y no digamos transitar, fuera desagradable y casi imposible entre tresillos allí tirados, carteles y pancartas en el suelo, tiendas de campaña, cubos, bultos, algún perro suelto, la mesa de mezcla y altavoces de un DJ, los bancos de la plaza tomados, como algunas zonas ajardinadas, y el quiosco de la plaza a la que muchos suben y se asoman estuviera prohibido ya que dentro habían instalado unas cocinas de butano donde algunos cocinaban, y el suelo y la barandilla lo hubieran convertido en despensa con aceite, huevos, sal, botes de tomate, sartenes, etc....y del techo colgaran lonetas de plástico a modo de toldos para proteger del sol o la lluvia a los acampados. Se me quitaron las ganas de pasear y de comprar libros.
El problema es de límites en el ejercicio de los derechos fundamentales, que termina allí donde comienza a perturbar el ejercicio de los derechos de los demás o poniendo en peligro otros bienes constitucionalmente protegidos, como la convivencia ciudadana o la sanidad pública. El derecho a la indignación lo tienen todos los ciudadanos, no sólo unos pocos. No vivimos en un Estado sin normas sociales, leyes, y de total libertinaje, sino en un Estado constitucional en el que el Gobierno debe hacer cumplir la leyes. La ley regula el derecho a reunión bajo la obligación formal de comunicar la convocatoria y que tenga una duración y un objeto concreto. Manifestación y reunión son esenciales a la democracia, pero sometidos a límites, porque si yo decidiera que cualquier día con 3 amigos me voy a dicha plaza y monto una tienda para prenoctar y llevo una cocina de butano y me pongo a cocinar sin más, aparte de la multa, me sacan de la plaza y ya sabemos donde termino.