He estado viendo varias exposiciones fotográficas, miradas que no dejan indiferente. Miradas a través de una cámara a un mundo, a personas, a lugares y situaciones, y miradas de los protagonistas, de los más diversos y dispares que transmiten toda una serie de emociones y sensaciones hasta hacerlas sentir dentro de ti, en tu piel, en tu corazón. Ese es la magia de la fotografía.
Hay miradas que se te clavan en el alma, como las espinas de las rosas que te hacen sangrar un dedo, como las púas de una alambrada que te destroza un brazo o una pierna. Y es esa mirada sangrante la que vuelve una y otra vez a la mente, porque estremece, duele, te hace gritar y llorar de rabia e impotencia. Me ha pasado y no las puedo olvidar esas dos miradas, la de un hombre tendido en el suelo con la mirada de muerte, suplicante, queriéndose aferrar aunque sea a un hilo endeble de vida, y la de un niño, rendido, extenuado, esperando, rodeado de muerte. Los dos en Haití, víctimas del cólera, dos de los muchos afectados como si no fueran ya suficientes desgracias las vividas. ¿Qué hace el primer mundo me pregunté?, mandar personal sanitario, 300.000 tabletas anticólera y 10.000 cajas de pastillas purificadoras de agua y jabón, y todo amontonado en el aeropuerto de Puerto Príncipe sin que nadie pareciera preocupado por recogerlas y sin saber cómo hacer llegar esta ayuda a las zonas afectadas.
Mientras, como flores silvestres del campo, brotan y brotan estas flores de mil colores esparcidas por el verde, marchitándose y muriendo después sin que nadie las riegue, solo, y solas, acariciadas por la brisa caribeña en su adiós. Triste.
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